No camines del centro comercial a la casa. Ni se te ocurra usar el metro. No salgas después de las 6.30 de la tarde. Tráete todo lo que necesites, incluido jabón de bañarse, ya ni los hoteles cinco estrellas lo están poniendo. No quedes con los amigos para almorzar: todo el mundo está "pelando" (no tiene dinero).
Parecían advertencias para quienes iban, si no a frente de guerra, al menos a una realidad que le es ajena.
Pero yo iba a mi país.
Hacía cuatro años que no había puesto pie en Venezuela. No era la primera vez que experimentaba el shock del regreso después de haber pasado una temporada larga en el extranjero.
Esta vez fue diferente. En el ínterin, el presidente Hugo Chávez murió. Y los precios del petróleo se desplomaron de más de US$100 por barril a cerca de US$40.
Lo primero que me llamó la atención fue lo poco transitado que me pareció el aeropuerto, sobre todo comparado con el de Bogotá, en el que había hecho escala. Conté menos de una decena de aviones estacionados frente al terminal internacional un domingo por la tarde y por primera vez en mi vida no tuve que hacer fila en inmigración.
Contenta, me dejé tomar por esa cálida sensación de regreso a casa que produce reencontrarse con las cosas que te son familiares.
El Ávila, la montaña que rodea el valle de Caracas, estaba hermoso como siempre.
Los ranchos (edificaciones precarias en los vecindarios más pobres) se veían menos lucidos que la última vez que los pintaron de colores, pero ahí seguían, de amarillo, verde, azul, violeta o rojo.
Y ese hueco de la autopista que una vez me costó una llanta reventada seguía ahí.
Bastó intentar comprar una botella de agua para la sed en ese calorón tropical para despertar de sopetón al hecho de que la realidad no era la que había dejado.
Muchos billetes
Primero, porque para comprar casi cualquier cosa en Venezuela -que en 2015 registró una inflación oficial de 180% y que, según el FMI, podría llegar al 700% este año- se necesita mucho dinero.
Me refiero a dinero físico: billetes, muchos billetes, que como visitante hay que conseguir cambiando dólares dentro del complicado sistema de control cambiario venezolano.
Si la tarjeta de débito y crédito era antes algo conveniente o cómodo, en este contexto se ha convertido en indispensable.
En el kiosco de la esquina un refresco por el que pagaba 15 bolívares en 2012 ahora costaba 350.
La denominación más grande entonces como ahora es el billete de 100, que empezó a circular en 2008 cuando el gobierno sustituyó el bolívar con el bolívar fuerte.
En suma, el punto es que para comprar un refresco debes llevar en la cartera un mínimo de cuatro billetes del más grande.
La lotería del hampa
Circular con una paca de billetes en el país con la segunda tasa de homicidios más alta del mundo (58 por cada 100.000 habitantes en 2015 según la Fiscalía general) es una perspectiva nada divertida.
Así que me tocaba poner los bolívares cambiados a resguardo en el hotel, que metía en bolsos negros.
Me pregunté si así se sentirían los criminales que reciben dinero desde la ventanilla de un auto y se alejan casualmente pero a paso redoblado, tratando de no levantar sospechas.
El otro desafío era salir con una cantidad estimada, rogando que en la lotería del hampa no se rifara mi número ese día.
Como caraqueña, hija de una ciudad insegura desde que tengo memoria, aprendí joven a andar con un cierto nivel de paranoia, a no ponerme el anillo de casada, a no llevar el bolso nunca en la espalda, a no sacar el celular en público y a mirar sobre el hombro si alguien te viene siguiendo.
Pero ahora, apenas oyes una motocicleta que se aproxima, te pones en guardia. "Uno me vio dar un salto del susto el otro día. En realidad iba tranquilo con una mujer y un niño, y se paró más adelante para decir en broma: 'te voy a asaltar de verdad'", me cuenta una conocida.
Me causó impresión que hubiera un detector de metales en la puerta de mi restaurant favorito. Y decidí no subirme al metro cuando me contaron que ahora la modalidad ahí son los acuchillamientos, porque son silenciosos y efectivos.
No quise leer la crónica roja. Ni mirar la calle a la que salía de noche cuando era estudiante, prácticamente desierta después del atardecer.
Desafié el consejo que me dieron y caminé, sí, por la calle.
Pero no pude evitar esa sensación de que llevaba conmigo más boletos de esa rifa nefasta que nunca antes.
Estantes de chucherías
"El otro día me pararon en una alcabala de la policía para registrarme el carro a ver si tenía productos regulados. Me dio mucho miedo, porque no sabía si era un secuestro", me dice otra amiga.
Los productos regulados -alimentos y medicinas- son la otra parte de la historia.
Al hilo de los controles de precios que ya llevaban una década -o de la "guerra económica" que el gobierno dice está combatiendo hace años-, los consumidores se habían acostumbrado ya hace años a aceptar cualquier producto que estuviera disponible.
Un día había leche importada de Uruguay, otro día de Brasil. A veces completa, a veces descremada. Uno compraba la que hubiera. A veces no había ninguna, pero se tenía la certeza de que se la podría encontrar en otro lado.
No había arroz normal (regulado), pero sí con sabor a ajo (precio libre). Para el que pudiera pagarlo, "se iba llevando la crisis".
Ahora ocurre que incluso el arroz con sabor a ajo es difícil, por no decir que imposible, de encontrar en los almacenes.
Entré al supermercado en el que solía comprar y no encontré los estantes vacíos: había frutas y verduras, pero sobre todo grandes cantidades de ciertos productos: un estante de tres repisas y varios metros de largo con sardinas enlatadas, por ejemplo. Y varios anaqueles surtidos de nachos y pepitos (palitos de maíz con queso).
Pero para las cosas básicas -leche, harina, pasta, aceite- hay que hacer las tristemente célebres colas, en días determinados por el último número del carnet de identidad.
Con una escasez cercana al 82% en los comercios de la capital según el reporte más reciente de la consultora Datanálisis, la gente parece no poder hablar de otro tema.
En ese sano deporte periodístico de salir a la calle simplemente a escuchar qué dice la gente, me sorprendió no toparme con otro tema de conversación que los alimentos: fulanita consiguió leche; mi mamá no encontró harina. Un amigo tiene un amigo que puede encontrar aceite. El azúcar subió a no sé cuánto. Me niego a pagar lo que me piden por un artículo que vale tanto.
No más piropos
"Los hombres ya no le dicen piropos a las mujeres, miran lo que llevan en las bolsas", me comenta un hombre que espera en una de las largas filas un día de semana en Caracas.
Esas colas, que se hacen sin garantía de que se logrará comprar algo, son lugares de encuentro y de desencuentro. Se comparten cuitas y se protesta. Es la razón por las que algunas están fuertemente resguardadas por la Policía Nacional Bolivariana o la Guardia Nacional.
"Si no vienen, cerramos la calle, como ayer", me dice un hombre que hace una fila en un comercio de las afueras de Caracas.
Uno de los policías me pide que me aparte de la reja que cierra el paso hacia el supermercado. "¿Por?", le pregunto sin pensarlo, y a pesar de que lleva un fusil al hombro. "Es la orden", me contesta.
En un intento por contar cuánta gente está formada camino hasta el final de la fila. Calculo que son más de 1.000.
"¿Qué espera poder conseguir?", le pregunto a una señora de unos 35 años de aspecto humilde que está última. "Lo que haya", dice, al borde del llanto.
Bachaqueo
Ella era una candidata casi fija a terminar comprando con los bachaqueros, esos comerciantes de productos regulados a precios de mercado que no existían hace cuatro años.
En mi primer recorrido me encontré el fenómeno en toda su expresión, a plena luz del día, sin empachos.
En una calle en la que tradicionalmente se comerciaban DVD piratas, ahora se los veía junto a pilas de agua embotellada.
Es, quizás, el producto del "momento", el que está en existencia.
Porque en otros lados, como el mercado de Petare, considerado un gran centro de bachaqueo del este de la ciudad, no vi más que un par de decenas de vendedores informales.
La escasez parece estar afectando incluso su lucrativo negocio.
Ahí pude ver también que los precios son un delirio. Tres piñas por 300 bolívares (menos de un dólar). Goma de mascar, 1.800 bolívares (US$3,5): no creo que no haya muchos lugares donde uno puede comprar 18 piñas por lo mismo que un paquete de chicle.
Y si de controles se trata, el desbalance también es claro: un kilo de arroz con sabor a ajo, 1.800 bolívares (precio regulado del arroz blanco: 104,23 bolívares).
Olla de presión
La actividad de los bachaqueros también está siendo noticia estos días por razones siniestras.
Diversos reportes de prensa dan cuenta de encontronazos entre quienes organizan la actividad de estos comerciantes informales y personas que se levantan muy temprano para hacer sus filas, algunos con resultados graves.
El gobierno planea controlar esto redireccionando la distribución de alimentos a través de un mecanismo oficial conocido como los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP), a cargo de vender bolsas de comida a las familias, de acuerdo con censos levantados en cada localidad.
El desvío de un camión de productos de un comercio en el centro de la capital la semana pasada ocasionó un enfrentamiento entre personas que hacían cola y la policía. Un incidente similar se produjo esta semana en el este de la capital.
"Y va a caer", cantaban los manifestantes en el primer caso, en alusión al gobierno encabezado por el presidente Nicolás Maduro.
Mientras tanto, sigue sin estar claro si se llevará a cabo un referéndum revocatorio, promovido por la oposición.
Los cientos de miles de electores que firmaron para activar el mecanismo deberán validar sus rúbricas personalmente en los próximos días. Pero eso es solo uno de muchos requisitos, antes de que haya una convocatoria formal.
En la calle, las manifestaciones para apoyarlo o rechazarlo son más bien poco nutridas.
En fin, podría seguir escribiendo sin parar de las cosas que vi, que escuché y que viví una semana en Venezuela, cuatro años después de partir.
Pero quizás el elemento más importante sea que alimentos y medicinas parecen haberse convertido simplemente en un poderoso ingrediente de una olla de presión en la que se cocinan, junto a la inseguridad y las restricciones en los servicios públicos.
Un ingrediente que activa y a la vez paraliza. La gente parece estarse movilizado sólo para sobrevivir.
Definitivamente no es el país que dejé.
No me atrevo a imaginar qué podría encontrar la próxima vez que vuelva.